jueves, 15 de abril de 2010

Novela: Despertar en el Infierno. Capitulo 11: Contado por Benicio "Encuentro"



Atención: *Esta parte de la historia es contada por Benicio, donde se remonta a un pasado de su historia personal*



Nací en el año 1889, en Buenos Aires. Nunca supe nada sobre mis padres. No se sus nombres, ni de donde venían, ni nada. Nada que me acerque hacia algún origen.
Desde que tuve memoria, recordaba lo vivido con un sumo pesar. No estar al tanto de cosas puntuales en la vida de uno mismo es un tanto frustrante, y ahí empezaron mis problemas.
Cuando cumplí quince años tuve mi primera novia. Mi primer todo, pero ella me dejó por el chico guapo de la institución y a partir de ahí tuve un motivo más para sentirme desolado. Todo mi tiempo se lo dedicaba a ella. Rebeca era mi razón para todo. O para casi todo. Pero ella era rara. Tenía actitudes hostiles para conmigo a pesar de que decía que me amaba. A pesar de eso, me pasaba noches en vela esperando que llegue a buscarme, o que me avise que había vuelto desde la puerta. Entonces, las pocas veces que lo hizo, escuché su voz gritar por todo el corredor de la casa en la que estaba viviendo con los padres de mi mejor amigo en ese entonces: Santino. Y por cierto, Santino era el “chico lindo” de la escuela, con el que ella se fue. Para ese entonces, cuando me había enterado de la situación, ya que solía estar al margen todo el tiempo, ya estaba muy lejos de la Capital en donde vivía con quienes se habían encargado de mí, mis tutores, la familia de mi amigo el traidor.
Viví durante mucho tiempo, en una casa abandonada en Avellaneda, una casa a la que entré fácilmente después de patear algunas maderas mal colocadas en su entrada, y cerrándolas del lado de adentro, pensando en no salir nunca más. Mi vida era una de las cosas más miserables que jamás había visto. No había razón de ser, la mujer que quería y me hacia salir de mí de la mejor manera, me había dejado a un lado, para comenzar un amorío con el hijo de mis tutores, y a su vez la persona a la cual le confiaba los secretos más íntimos.
Supe a los meses que me buscaban, pero en el suburbio en el que estaba, era al último lugar al que iban a recurrir.
Todo pasó muy rápido, pero después de 20 años viviendo entre las sombras, todo carecía aun más de sentido. Prácticamente no comía y no tenía manera de higienizarme correctamente de manera adecuada en tiempo y forma.
Tras mucho tiempo sumido en la soledad, me dí cuenta que la causa de mi sufrimiento y dolor no era Rebeca. A ella la quise mucho, por supuesto, se dice que el primer amor jamás se olvida, pero no tocó mi corazón de la manera que pensaba. Mis problemas iban por otro lado y yo sabía muy bien por dónde. No tenía identidad. A pesar de que un documento decía Benicio Di Franco, yo no me sentía así. No tenía rumbo, no sabía hacia dónde iba, y no tenía idea de donde venía. Los lugares claves que uno tiene que llevar consigo, yo los había perdido por completo. Mejor dicho, me los arrebataron el día que mis padres biológicos me entregaron a la nada misma.
Sufrí mucho tiempo en silencio, recordando a mi amor perdido, a mi familia que no era mi familia, y llegué a la conclusión que desataría todo mi Ser. Mi gran vacío era la familia ausente. El no saber que soy. Quien soy. De donde vengo y a dónde voy. El no saber plenamente nada. Y fue así que tomé la decisión que iba a marcarme para el resto de mi vida… O de mi existencia.
Con las fuerzas que tuve logré pararme sobre unas cajas que contenían material de construcción en la casa abandonada en la que vivía, y con pedazos de soga y trapo, colgué sobre las vigas del techo mi sentencia de muerte.
Mi vida fue rápida, y el resto también. El suicidio es catalogado y etiquetado sobre personas cobardes, pero no hay acto en este mundo que posea más valentía que el mismo. Y no hay dolor y depresión más grande que la que te lleva a hacerlo.
Pensé que luego de la muerte no venia nada, pero me equivoqué. Pasé el mismo Infierno de todos los suicidas, no hay Cielo para un suicida. Según el Cielo y el Infierno, los hombres que se quitan la vida no tienen derecho a nada de eso, ni un lugar ni el otro. Son poco para el Cielo, y el Infierno tiene castigos convencionales. Así que, por jugar con mi vida, habiendo tanta gente que muere trágicamente, fui condenado a toda una eternidad para ver morir a las personas que podía llegar a amar. Nada mal.
Debes en cuando tenía que volver al Infierno, el Diablo pacta todo lo que queramos en nuestra eternidad, nada esta exento de la demoníaca personificación del mal. Y por tanto fui devuelto a la Tierra con uno de los castigos más temidos. Ser un Vampiro sin alma.
Según ellos, los vampiros son seres de ultratumbas, dueños de las tinieblas, bestias temerarias sin corazón, pero yo, que había visto la maldad en los ojos de cada persona con la que me había codeado, sabía perfectamente que soy y fui una buena persona y no hay nada que yo pudiese hacer con eso. Estaba bien, me hizo sentir bien. Me hace sentir bien, a pesar de todo.
Trabajando en diferentes lugares día y noche, ya que podía evitar dormir si me acostumbraba a ello, logré fortificar una fortuna considerable como para vivir en algún lugar del mundo con bastante comodidad. Las modificaciones que tuvo mi cuerpo en la conversión de forma estética me permitía merodear por donde quisiese sin ser reconocido. Como mucho, algunas de las personas que me conocían hasta que desaparecí, podrían llegar a alegar algún tipo de parecido, pero no más que eso. Mis rasgos se refinaron y mi rostro fue un objeto de seducción, pero no lo use ni abuse de ese “regalo”. Simplemente no creía en el amor.
Pero no estaba pensando en ese hecho el invierno del año mil novecientos ochenta y siete, después de casi noventa años convertido en vampiro cuando la conocí a ella. Mi vida había sido una oscuridad total, estaba verdaderamente muerto. Sin embargo, cada día que pasaba era más fuerte, y me volvía más llamativo al ojo crítico.
En treinta y cinco años como humano, y casi 90 como vampiro, además de observar a Rebeca el tiempo que pude hacerlo, no había sentido atracción por nadie más que por esta señorita que se posaba frente a mis ojos de manera tan vigorosa. Su pelo era lacio, y su mirada era penetrante, me miró casi escogiéndome, pero luego dio media vuelta y siguió su rumbo, casi avergonzada.
Estudiaba en la secundaria en la que yo era archivista. Supongo que el tema de las fechas era lo mío. Estaban encantados de cómo lograba con tanta rapidez etiquetar cualquier cosa para archivar, y recordar cada momento. Vivir tantos años hace que uno memorice muchas cosas. Inclusive las malas.
Después de seguirla con la mirada unos cuantos minutos, la perdí de vista, pero volvió. Mi oficina estaba al lado de la biblioteca escolar, en la que ella había entrado hasta que la perdí. Luego entró a Archivo pidiéndome algún papel referente a la escolaridad de sus padres, no se para que, pero de inmediato encontré lo que buscaba e intercambiamos algunas palabras.
Tenía dieciocho años y una cara hermosa. Su voz era escuchar cantar a un coro de Ángeles juntos, y el olor de su sangre atrapó mis pensamientos por un largo rato. Era la mortal más hermosa que jamás había visto, y en su personalidad encontré refugio para mi soledad.
La belleza impartida por mi don como vampiro, si es que es un don o no, hizo que ella se quedara mirándome más de lo habitual de manera desconcertante, imagino que pudo haber creído que merecía un trabajo como modelo más que como archivista, y me preguntó si hacia mucho trabajaba en el colegio. ¡Por supuesto que sí, pero lo necesario como para no levantar ningún tipo de sospecha! Hacia ya siete años que trababa acá, y en cualquier momento tendría que presentar mi renuncia, a menos que invente excusas como “duermo en formol”.
Después de intercambiar algunas palabras, empezó a hablarme del colegio, y de cómo le costaba estudiar historia ¡Perfecto! Soy un buen profesor, y parte de la historia Argentina que a ella tanto le desagradaba para mí era como la tabla del dos. Era la oportunidad perfecta para excusarme de mi sabiduría y no dejar pasar la oportunidad que se me impartió para gozar de la belleza de su Ser. Y por supuesto que no la desaproveché. Algo en ella me hacía pensar que era la correcta, y su personalidad, su personalidad simplemente me hacia sentir vivo. Era una muchacha medida. Una rellenita y jugosa chica de dieciocho años casi perfecta a juzgar por su belleza, un aroma encantador y una mirada hechizante.
El recreo había terminado y ella tenía que volver a clases, me esperaba a la salida del ciclo diario de estudios, y nos reuniríamos en la cafetería de la esquina, para evitar comentarios maliciosos. Ese día, a lo lejos fue el mejor de mi existencia.
Esperaba en el bar ansioso por saber sobre su vida. Llegó con cinco minutos de demora y tomamos un café con edulcorante, supuse que se cuidaba, su cuerpo era como los renacentistas, había de donde agarrarse y eso me gustaba. Pero calculé por mis emociones que estaba yendo demasiado rápido. Y aunque no estaba al día de cómo era el amor en estos tiempos, me limité a pensar que ella iba por el mismo camino que yo. Conocía las miradas que me lanzaba de pies a cabeza, en noventa años me lanzaron miles de esas, pero ninguna logró atraerme de manera tan perspicaz. Estuvimos una hora y media hablando de cualquier cosa menos sobre la historia de los próceres Argentinos, y fue entonces cuando se auto invito a donde sea que yo viviese. Y aunque algo en mi decía que no debería de ceder a sus encantos, mi voluntad hizo todo lo contrario. Mi cuerpo manejó la mente, y entonces, ya era tarde, porque nos estábamos adentrando a lo que era el hall de mi casa. Demasiadas cosas por hacer y muy poco tiempo humano para disfrutar. ¡Era tan penoso que ellos lleven tan corta vida! ¡Hay tantas cosas por vivir!
Le ofrecí comer algo, pero se negó. Yo necesitaba saber que le gustaba, que era lo que hacía, pero poco pude saber, ella solo hablaba de lo cortés que fui al invitarla, aunque por dentro sabía que en ningún momento la invité. En ese instante agradecí el hecho de haberme alimentado hacia pocas horas, porque de otro modo jamás hubiese podido resistir haber probado de ella. Sin embargo, no podía soportarlo, era el instinto de la gula. Por más lleno que estuviese no podía aguantarme e hincarle un diente en cualquier momento, y excusándome de lo tarde que era, la invité a que nos despidiéramos, aunque eso fuera un poco grosero y todo lo contrario a lo de hace instantes.
Sentía que mi corazón, o lo que quedaba de él se deshacía a pedazos de solo pensar que se marcharía, pero era lo que debía que hacer si no quería heridos por el día de hoy. Y ella realmente me importaba. Demasiado. La quería para mí, pero viva. Con vitalidad, quería sentir su suave tacto y su piel caliente. Quería escuchar y sentir su circulación en mis noches de vigilia. Quería de ella, y nada podía hacer para controlarlo, había dejado que llegáramos lejos. Por un momento me sentí débil, pero si de algo estaba seguro, era de que en tantos años de soledad, cuando el amor golpea así, es porque es verdadero. No había otra explicación. En estos momentos quería que se quedara por siempre a mi lado, sentía un enorme frenesí al escuchar sus latidos desde el otro lado de la sala de estar.
¿Cómo puede ser que un hombre solitario se enamorase en unas horas? ¿Qué estaba pasándome? Definitivamente estaba enamorado, fue un amor a primera vista. O simplemente la soledad estaba volviéndome demente. Frenético. Exasperado.
Me dijo que era tarde, me dijo que al otro día iba a pasar a saludarme, que íbamos a combinar una día de estudios, que era encantador, que estaba agradecida, que era genial, que me adoraba, que jamás había hablado con un hombre como yo y tantas cosas más que se fundieron en un beso de despedida. En un gran beso de despedida. Cuando sentí sus labios en los míos, no pude hacer más que corresponderle el beso. Mi mente se inclinó hacia dimensiones desconocidas, y entonces sentí el sabor y el calor de su piel. Sentía su sangre fluir por todo el cuerpo, desde la punta de la cabeza hasta los pies, y estuve a punto de perder el control. La corrí ligeramente de mi lado, y ella se quedo atónita mirándome.

-Nos… Nos vemos mañana, supongo, si es que no me comporté como una loca desquiciada. –Su voz tembló ante mis oídos, dulcemente.

-Mañana, claro. –Corté la respiración para no sentir su aroma, y mis brazos a los costados me hicieron ver débil.

-Mañana a las seis. Historia, esta vez enserio. –Sonrió.

-Historia, claramente… -Le devolví la sonrisa.

-No, es que… me comporté de manera muy atrevida, y no quiero que pienses que… que estoy desesperada por el primer hombre que se cruza en mi camino. Sentí… Sentí conexión, nada más, parece apresurado de mi parte, pero es la primera vez que hago una cosa así. Lo siento. No soy de esta forma todos los días, vas a poder comprobarlo ¿No? –En verdad parecía que lo sentía, y si era por mi hubiese comprobado todo lo que me pidiera en ese mismo momento.

-Tu perfume… es muy lindo, enserio. -¿Qué estaba diciendo? Mis palabras no se median a la hora de hablar con la mortal.

-Gracias… Tengo que irme. Mañana, a las seis, en el mismo lugar.

-Sin dudar. –Sonreí estúpidamente. Noventa años vampiricos y no me conozco, me doy asco.

-Amanda. –Dijo ella.

-¿Qué? –Pregunté.

-Que me llamo Amanda, mi nombre es Amanda. –Y se despidió, dejando detrás una estela de esperanza. Noventa años vampiricos sin conocer mi auto control, y el nombre más hermoso del mundo era para mi una de las palabras que más anhelaba escuchar hasta que el mundo sucumbiera. Amanda… un nombre y la razón de conocer al amor de mi vida. Simplemente Amanda, tan fácil y sencillo, su amor comenzaba a doler en lo más profundo de mi Ser.

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