domingo, 22 de mayo de 2011

Despertar III Efecto Lunar, Capitulo 5:No soy Neutro.



“No es la forma en que hablamos o sentimos lo que nos hace lo que somos, es lo que hacemos o no logramos hacer.”
Jane Austen —Sense and Sensibility—



—Vas a arrepentirte por lo que estas haciendo, muchacho.
No era de extrañarse que aquel hombre que lo llamaba «muchacho» en esos precisos momentos esté poniendo una buena cara de ceño cancino y disgustado. Lo conocía, prácticamente, como a la palma de su gran y desgastada mano, era su padre.
No estaba huyendo en todo el grosor de la palabra, más bien llamémosle “viajando por negocios.” Negocios que otros superiores a él se negaban a hacer.
¿Ellos tenían miedo? Quizá, al menos era lo que Ian estaba pensando mientras con una fuerza sobrehumana cerraba la puerta que lo dividía de lo que debía hacer, con lo que quería hacer y de hecho, estaba haciendo: largándose de esa cueva, para poner sus fuerzas en algo productivo, en algo que, ahora o en un futuro, sacaría a su clan favorecido. 
Conocía las consecuencias de la decisión tomada, pero los valores que su padre le inculcó, eran más fuertes. Sí, su padre, el que ahora estaba advirtiéndole que debería quedarse antes de arrepentirse.
Más bien sonaba a amenaza.
Ian odiaba las amenazas.
Si se quedaba allí, como un potus siguiendo ordenes que a su entender, eran poco menos que estupidas, no soportaría ver caer a uno más de los suyos. Y eso es mucho decir, cuando «hombre sin sentimientos» era la forma más fácil de catalogarlo. No es que fuese un chico malo, más bien rebelde, y aquella rebeldía hacía que muchos lo vean como un descorazonado. ¿Frío, tal vez?
Lo cierto era que, bajo toda esa capa, las cosas le estaban jodiendo. Ayer fue Isaac, su compañero de guardia, ¿hoy quién? ¿Su padre? ¿Sus mejores amigos? Por supuesto que no,

Sobre mi cadáver, repetía con el puño cerrado a medida que caminaba llevándose todo por delante, sin reparar en daños —probablemente— ocasionados por su descuido. Ian era un hombre que tomaba las palabras con pinzas, esmero y mucho cuidado una vez que salían de la boca, es por eso que «sobre mi cadáver» significaba totalmente lo que se escuchaba. Y como era algo que podía pasar, a menos que su trasero se ponga en marcha, apresuró el paso, sin necesidad de contestarle algo a su padre, que caminaba tras él como si de alguna forma pudiera convencerlo de lo contrario.

—Eres un niño estúpido. —Lucian, su padre, lo tomó de atrás y lo hizo girar prácticamente como si fuese peso pluma. —Vas a arruinar todo por impulsivo. ¡La historia de tu vida! —Echó en cara.
Ian se sacudió el hombro como si le estuviesen contagiando lepra y su rostro envió una respuesta en silencio a Lucian, quien lo contemplaba desencajado.
Otra cosa que aquel muchacho odiaba, que lo llamen niño cuando estaba bien crecido y la adolescencia había quedado atrás hacía rato, convirtiéndolo en un gran y escultural hombre.
Sin vacilar, después de haberle dedicado al padre una mirada de adiós, siguió su marcha o al menos lo intentó cuando un nuevo freno se interpuso en su camino.

—Última chance para comportarte como un hombre neutral. —Esta si era una amenazada, y calzaba justo para que Ian gire y por primera vez en una hora, abra su condenada boca, emitiendo aunque sea un desacuerdo.


—Soy blanco y soy negro, padre. —Entrecerró sus ojos, aquella ferocidad podía asustar a Lucifer. Tomó la chaqueta que estaba sobre la silla y agregó solemnemente como si aquello fuese algo ligero. —Pero nunca en el medio.
Dio apenas tres pasos hasta quedar del otro lado, cuando con la cabeza casi a gachas sus ojos podían mostrar un filo intermedio entre el rencor y el odio, para acotar en tono sombrío, siempre dirigiéndose a su padre:

—Y por cierto, guarda tu neutralidad. Apesta.

Traspasó el sitio dejando un halo que se podía comparar cuando se levanta viento en zona desierta. La estela que se asemejaba con una tierra color rojo ladrillo lo siguió como si fuese una alucinación ¿era probable que el cemento se haya levantado a su paso? Podía ser, la salida no necesitaba ser dramática por sí, más bien fue teatral, aunque… no en el buen sentido, allí había algo mucho más oscuro que podía leerse entrelineas.
Ian era un hombre capaz, a veces prudente y con sentimientos puros. La mayoría de las veces, sus compañeros no lograban ver eso, mismo su propio padre podría estar odiándolo en estos precisos momentos.
Si algo dejaba al muchacho tranquilo mientras partía sin voltearse a ver el trasfondo de todo, era tener la seguridad que las buenas intenciones, son las que jamás se pueden decir en voz alta, nacen de los impulsos a buena voluntad y casi siempre suenan mal al querer explicarlas; en cambio, las malas se camuflan perfectamente para lucir agradables sobre el oído poco entrenado.
¿Acaso a su padre le gustaban las mentiras disfrazadas de verdades? ¿O era el propio Ian que no podía explicar su buena intención a la hora de marcharse?
Él no quería pensar que su padre era un idiota amante de las personas que le endulzan los oídos con frases bonitas, en el transcurso de su vida dejó bien en claro que esas eran las cosas que más le molestaban. Pero ahora, realmente Ian estaba pensando que no era tan así.

Una vez que estuvo allí fuera, bajo el toldo de aquella despedregada casa, las gotas de lluvia caían sin cesar. A pesar de ser verano, el viento no anunciaba lo mismo, puesto que estaba bastante helado. Eso no era problema para Ian, no con la temperatura corporal lobuna que lo mantenía con una calefacción constante en momentos como estos. No todo era color de rosas para él, no todo sonaba tan perfecto al pensar en su temperatura como una bendición, la realidad era que ese calor, le recordaba constantemente, que estaba maldito. Le recordaba que bastaba hacerlo enfadar lo suficiente, o sentir él mismo una gran impotencia, para que la transformación de comienzo arrancando cualquier prenda que tuviese puesta, desparramándola por el suelo, haciendo que sea, una vez más, la bestia infrahumana capaz de desmembrar a una persona como cual perrito rompe una rama del árbol con sus dientes.
Cerró su chaqueta negra de cuero grueso y caminó unos pasos mirando al Cielo a la vez que su cara se mojaba largando un pequeño vapor que generaba el agua fría contra su caliente y casi tostada piel. Su mirada resplandeció en la noche, reflejándose en un charco de agua que había en el piso, visualizando como sus ojos cambiaron fugazmente entre el cobre y el anaranjado, para luego volver a la normalidad, a aquel azul zafiro que deslumbraba hasta las rocas. 
Se aproximó al container que tenía a escasos metros, y sacó de su interior un bolso que le pertenecía. Pensaba pasar mucho tiempo lejos de su hogar, y necesitaba estar bien equipado.
Si nadie se atrevía a hacer lo que él, le valía muy poco para ser honesto.
Las misiones suicidas eran sus preferidas, le excitaba la adrenalina, eso haría que su transformación sea menos dolorosa, cuanto más suba su ira, más rápido su pecho contorsionaba al igual que todo su cuerpo para quedar en ese estado metamorfo que lo sometía para pasar a ser aquel gigantesco hombre lobo de pelaje negro azabache.
Montando su bolso en el hombro, estando ya a dos cuadras de su ahora lejana casa, vio a lo lejos su moto negra aparcada y se apresuró en sacar el candado para poder subir y largarse definitivamente de una vez.
Aquella moto BMW s100rr era la envidia de muchos hombres, y la necesidad de mujeres, pero Ian no la usaba para generar odios al genero masculino, y ciertamente con todos los problemas que tenía, no estaba para aguantar féminas exigiéndole nada. Si hubiese sido por él, le hubiese bastado una bicicleta, pero cuando se trataba de velocidad y por sobretodo, llegar rápido a destino cuando no tenía ganas de simplemente transformarse, la adoraba recordando por qué la había elegido.
Antes de patear embriague para comenzar el viaje, una vez arriba de la moto sintiendo ese olor a gasolina, que por raro que sea, le agradaba, metió su mano en el jean desgastado que llevaba, para sacar su teléfono móvil.
Tan típico de él, las cosas, hasta las importantes, se le olvidaban la mayoría de las veces, era capaz de haber emprendido camino sin antes arreglar lo que tenía que hacer, porque a algún sitio tenía que dirigirse, y precisamente el llamado consistía en contactar a aquel hombre.
Se impacientó tras escuchar dos tonos y no recibir respuestas. Colgó, apretó el aparato en un acto de enojo y frustración, y lo relajó entre sus manos poniendo un imponente gesto de «todo está bien» volvió a abrir la tapa del mismo y utilizó la marcación automática. No le agradaba esperar, la impaciencia no era una buena compañera, y por irónico que fuese, Ian vivía con ese sentimiento de ansiedad e inquietud constante que le generaba a las venas de su cuerpo sobresalirse de su piel.

Vamos, vamos, vamos, canturreaba con los dientes apretados, mientras su pie derecho posicionaba unos buenos hundimientos en el suelo por la fuerza impartida al mismo.
No era buena señal, la vena que surcaba el puente de su nariz conectado a la frente, estaba violácea, sentía como en cualquier momento se desconectaría de su rostro, quedando del lado expuesto.

— ¿Sí? —Contestó la voz al otro lado del teléfono.
Ian apretó el volante de la motocicleta con fuerza, un placer puro de obtener respuesta al fin recorrió su cuerpo de pies a cabeza. La experiencia era casi eléctrica luego de haber estado unos buenos segundos con aquella zozobra por no obtener signo vital telefónico.

— ¿Dónde metes el teléfono cada vez que te necesito? —Preguntó ofuscado.

—Me estaba masturbando con él ¿esta bien? —Bromeó su amigo, si así se lo podía llamar.

— ¿Enserio? —Ian torció su boca, no estaba para respuestas jocosas, pero bien podría hacer una pequeña excepción.

—Por supuesto que no, hombre. —Contestó la voz masculina. —Tu hermana se pondría celosa.

—No tengo hermana. —Dijo el muchachito lobo, fastidiado.

—Es una lástima, pero fue la única respuesta que se me ocurrió. —Chistó con complacencia. — ¿Qué sucede?

—Estoy yendo a tu casa. Creo que acepto el trato de la vez pasada, si aún sigue en pie. —Le contaba Ian, mientras apoyaba la gran mochila con ropa sobre el tanque de la moto.

—Tarde, preciosura. El trabajo esta hecho, y más que hecho. El bastardo esta bien muerto si me preguntas.
Ian abrió sus ojos como platos, no le sorprendió que se ocuparan solos del asunto, pero aún había cosas pendientes.

—Pues no puedo decir «que pena» sin embargo hay algo que me interesa más que él, y necesito conseguirlo.

—No estoy en casa ahora, pero… —Su voz titubeó unos instantes a fin de completar, —bueno, voy en camino.
Ian no se molestó en contestar. También tenía que apresurarse.
La casa de Dante no estaba a mucha distancia, e ir a su encuentro jamás lo excito tanto como en estos momentos.

*

Dante dejó de oír tono al otro lado del teléfono, era una suerte que Lumi se encontrara dormida cuando el mismo sonó. Mentirle —otra vez— es algo que no podía permitirse, mucho menos dos horas después de haberle prometido que jamás volvería a hablar tan mal de ella.
Así es, Dante tuvo un buen jaleo cuando se apareció en la habitación de la pequeña para regalarle unos exquisitos bombones que venían dentro de una caja en forma de estrella, forrada con diseños de cerditos rosas, blancos y violetas. El hombre no entendía que obsesión tenía su pequeña Lumi con esos colores, y más aún, con ese bendito animal. Y ni hablar de todo lo que tuvo que buscar para encontrarlos. Era su forma de redimirse ante tal acto de cobardía por su parte, porque así se portó, como un maldito cobarde cabrón.
Estuvo, cuarenta minutos por reloj, intentando que la niña entienda que esas cosas son las típicas que un padre puede decir de su hijo —por más raro que sonara— no es que la odiara, simplemente a veces tenía muchas ganas de poner un almohadón sobre su cabeza y hacerla dejar de respirar, al menos por unas horas, las suficientes que necesitaba para que Lumi deje de ser tan insoportable a veces.
Claro que cuando Ludmila se dio cuenta como Dante estaba comiéndose los bombones, tras otro buen rato haciéndola entrar en razón para que abriera la condenada caja y coma de una vez, se apuró y empezó ella también, antes de quedarse sin nada, más que un buen enojo a cuesta.
Pretendía robar las llaves del auto de Benicio, o mejor todavía, «tomarlas prestadas» como se dijo mientras se levantaba sin hacer ruido, no por cortesía, sino por Lumi.
La morocha —tal como llamaba el vampiro a su auto — no se enojaría ¿o sí? Sin más preámbulos, abrió con cuidado la puerta de su habitación, escaleras abajo se dijo que nada podía ser tan malo como lo que ya había pasado en la Isla del Vintén Lodge, no es que su encuentro con Ian fuese a ser tan malo, pero deseó con todas sus fuerzas que las necesidades de aquel hombre no impliquen otra guerra descarnada.
El panorama no era prometedor, pero soñar no costaba nada.

*

La medianoche se marcó en el reloj de la sala principal, aquella que tantos encuentros infortunios presenció. El cielo estaba negro, estrellado. Hacia unos minutos atrás, Benicio observó sentado en la terraza, como el viento parecía arremolinarse desde el centro bajando como un remolino, aunque no causando la catástrofe de tal. Cuando se hartó de estar solo, se levantó de un salto sacudiendo la parte trasera de su pantalón y metiendo su camisa blanca dentro del mismo, mientras acomodaba el cuello que sobresalía de su suéter negro a rombos. Muchos hombres no podrían lucir ese estilo de ropa ni en años, y otro puñado no lo haría puesto que era costumbre de viejos las cosas con rombos. Pero quién viera a Benicio, nunca podría adjudicarle algo así. El muy condenado se vería sexy hasta envuelto en una bolsa de consorcio negra. Su delgado y musculoso cuerpo era una obra maestra, alguna vez debería ser dibujado, alguien tendría que hacer una escultura tomándolo de modelo, enserio, era de otro mundo.
Una vez listo, pensó que sería mejor irse a dormir, le dolía hasta la retina en sus ojos, pero más presión hizo su corazón, que por más falto de latidos que esté, eran estos mismos los que estaban sacándolo de quicio. Si al menos escuchara ese sonido dentro de su pecho, la soledad no lo golpearía de esa manera, haciéndolo sentir tan miserable.
Cuando estuvo a centímetros de la manija que abría la habitación, un recuerdo bonito tumbó su mente por completo. ¿Amanda le había querido decir, dibujando las palabras, que besó a Dante y no sintió nada? ¡Demonios, esto era verdaderamente bueno! Pero… ¿por qué no lo estaba disfrutando, entonces?
El rostro de Benicio se encontraba cansado, pero muchos afirmarían que demacrado podría ser la palabra precisa.
No sabía que estaba haciendo, hasta que se encontró en otro lado… había caminado hasta la habitación de Amanda, cercana a la suya, estaba parado justo a un centímetro de cruzarla. Podía sentir el olor del ambiente, olía a fresas nuevamente, y a limón. Sí, lo recordó, Amy tenía esa fragancia cítrica tan natural que lo hacía enloquecer, no importa cuantos años pasen, el efecto sería el mismo, y a decir verdad, siempre aumentaba un poco más con el transcurso del tiempo. Se debatió en una lucha casi interminable si debería entrar o si más bien la palabra «debería» fuese cambiada por «querría.» Y lo hizo, la cambió, por supuesto que quería entrar, nada más lejos a la realidad. No era una cuestión de querer tampoco, algo en su mente le dijo una y otra vez que necesitar era adecuado a sus —valga la redundancia— necesidades.
Fue así como en un santiamén se encontraba del lado de adentro. Se sentía un idiota, ¿a esto se le llamará invasión a la propiedad privada? No al menos, cuando muy en el fondo sentía que aquella mujer le pertenecía, pero Benicio no quería ser egoísta, al menos no cuando, en cierto punto, se sentía totalmente así, después de haberla condenado a esta vida.
Quedó boquiabierto al verla, era tan jodidamente perfecta, se dijo en su interior, que le dolía observarla de ese modo. Observarla y no poder tenerla, entre otras cosas. Observarla y sentirla tan lejana, para terminar de cagar la situación.
Ver la mercadería y no poder probar de ella —más allá de haberse sentido un bastardo por compararla con algo así— hirió su alma. Muy pocas veces la había visto en paños menores, y sus mejillas le ardieron cuando cayó en la terrible cuenta que Amanda, poseía poca ropa.

¿Y cómo no iba a hacerlo? ¡Esta en su habitación! —murmuró a regañadientes con la mandíbula apretada.
Se aproximó sin dejar de mirarla,  haciendo el menor escombro posible, hasta la ventana que estaba abierta. No era necesario dejarla así, aún hacía calor así que la cerró dispuesto a prender el aire acondicionado. Cosa que tampoco era necesaria cuando sus cuerpos carecían de temperatura, pero de pronto, el hombre empezó a sentir  una sofocación insoportable, mientras trataba de convencerse —en vano— que aquello era producto, nada más y nada menos, de la abstinencia sexual.
Sí, ¿por qué no decirlo de una buena vez? Era una realidad. Cuando la ventana se cerró, en el reflejo, Benicio se encontró con un detalle y no menor, de su apariencia. ¿Aquellas eran ojeras? ¿Tenía los ojos rojos? Ellos jamás habían tenido relaciones sexuales, aquel era un mundo desconocido para él, para ambos.

Si lo próximo que veo son pelos en la palma de mis manos, juro aventarme sobre una estaca, cayendo de la terraza, lo prometo… —Y las miró, sólo para sacarse la duda. Pero por supuesto que no encontró bello en sus manos, eso era un mito. No pudo sentirse más imbecil.

Había tres cosas que le provocaban erecciones, se dijo para sí mismo. La primera, pensar en Amanda; la segunda, imaginar a Amanda provocándoselas; la tercera, mirar a Amanda como lo estaba haciendo, cuando la muy perra traía puesta su ropa de dormir.
Bien, eso no estaba bien, y lo que estaba haciendo mientras la observaba, lo llevaría al Infierno, donde nunca tendría que haber salido.
¡Cuidado! No se estaba tocando, sólo imaginaba que la chica lo  hacía por él.
Cuando Amanda giró dormida, para ponerse de costado, fue la perdición total, Benicio acabaría perdiendo el juicio. Quedó con la mandíbula dislocada, el panorama era tan prometedor… no tanto en realidad, él estaba fantaseando con él mismo, cosa tan aburrida si uno se pone a pensar, y con aquellos glúteos tan… comestibles, sí, comestibles era la palabra. Sus colmillos descendieron y se llevó la mano a la boca tan rápido como pudo antes que un maldito gemido lo sorprenda, y una vez fuera de su boca, no quedaría más por hacer, que disculparse con la mujer si se levantaba y lo veía con esa cara.

—Te amo… —Dijo Amanda, y a Benicio le dio en vuelco el corazón.
Se acercó a ella tan veloz como su naturaleza de vampiro se lo permitió, sentándose en la cama, se acercó, no tenía nada más que decir, no había algo que agregar, fue acercando su cara, con los ojos cerrados, para poder besarla, decirle que el sentimiento era mutuo. Pero a escasos centímetros de rozarla, una nueva palabra de Amanda hizo que el cuerpo del hombre se ponga rígido como una tabla.

—Te amo tanto Andrés, realmente tanto… —Benicio abrió los ojos estando tan cerca del rostro de Amy, cuando el mismo vuelco que el corazón sintió segundos atrás, ahora lo pasaba por arriba, llevándoselo por delante.
Amanda estaba dormida, jamás había despertado. Estaba soñando.
Y no con él.

*

Amanda podría haber jurado que desconocía completamente aquel lugar. No sólo eso, podría haber jurado que minutos atrás era una vampiresa común y corriente que lucía vestidos ajustados con preciosas medias de red.
Sin embargo, se encontraba en un amplio salón luminoso con grandes ventanales que en sus terminaciones, tenía innumerables apliques en oro macizo, tal como lo describió su ojo crítico, y una mujer tras ella que ajustaba con suaves y dulces tirones maternales su corsé.
Momento… ¿su corsé? Dio un respingo sobresaltada, tanto así que la mujer que se encontraba a sus espaldas sonrió amablemente, y le pidió disculpas.
Ahora sí que no entendía nada, ¿estaba drogada o qué?

—Lo siento señorita Amanda, no volverá a suceder, tendré más cuidado.
Dijo la desconocida a la cual no le veía la cara aún. Por la voz, pudo descubrir que era una señora mayor.

La mujer-vampiro, tenía mucho miedo de mirar alrededor, ¿qué estaba ocurriendo? Se limitó a bajar la vista, el piso era de una madera brillosa, el olor a limpió se colaba por los pulmones, sus manos apretaron aquel vestido, cuando se dio cuenta lo que llevaba puesto. Era color violeta claro, largo hasta el piso, donde apenas vio sus zapatos blancos que combinaban con la abertura que la prenda enteriza traía, abriéndose desde la cintura hasta terminar con la tela, en forma de triángulo que se agrandaba al bajar, en color blanco. Sus pechos estaban, prácticamente, ahogándola. No entendía a hasta que punto morir asfixiada no iba a ser una buena opción. Si era producto del corsé que cada vez se ceñía más al cuerpo, tampoco lo sabría a ciencia cierta, al menos por ahora.
Su agudo oído percibió a lo lejos, fuera, en el campo que observaba desde donde estaba sentada, tan verde y apacible, como unos caballos rondaban el lugar. Se los escuchaba galopar, al mismo tiempo que los pájaros y todo tipo de aves revoloteaban el exterior. Tenía sus ojos abiertos como platos, esos paisajes los había imaginado un millón de veces en su cabeza cuando leía las novelas de las hermanas Bronte o cuando leyó por primera vez La Abadía de Northanger por Jane Austen. Siempre quiso vivir en la Época de la Inglaterra Victoriana, pero la única que la mantenía allí era su imaginación, y lo que enfrente a su vista tenía, no era simple imaginación. 
Ahogó antes de que se disparen por su boca, una serie de grititos ahogados y la mujer que tenía en su espalda trabajando minuciosamente con el corsé, volvió a disculparse.

—Lo siento nuevamente, señorita, no se que me sucede hoy. Quizás sea la emoción, usted sabe.
¿Amanda sabía? Se removió en su asiento, entendiendo que si verdaderamente el tiempo la había llevado hasta esa época, no podía contestar como una mujer del siglo veintiuno. Así que implementó un poco de su cortesía y sabiduría en lecturas de ese momento histórico.

—Oh comprendo madame. — ¡mierda! Se dijo por dentro, claramente que si aquella señora estaba atendiéndola, nadie la llamaría «madame» pero tampoco iba a ser grosera, no podía simplemente decirle “criada” y ya.

—Señorita Amanda, que amable de su parte, pero sabe que puede llamarme Bethany o señora Beth, no me enojaré. —La mujer se puso frente suyo. Amanda casi llora de la alegría. Una lágrima estuvo a punto de descender, esto era lo más maravilloso que le había pasado en muchos años. Aquella señora rechoncha de tez blanca con ese pañuelo guardando parte de su cabello blanco era tal cual en las películas de época. Amy bajó la vista y vio las manos de la mujer tan lastimadas por el trabajo, que tuvo ganas de tomarlas y besarlas. Siempre sintió simpatía por esos personajes de novela, que eran tan atormentados por sus amos, aristócratas hasta la medula.

—Señorita, usted sabe que no me gusta meterme pero… —La mujer se sonrojó y miró al piso entrelazando los dedos de sus manos. —Está muy pálida últimamente, tenemos miedo que tome una de esas gripes tan peligrosas que andan rondando estos lares.
¿Cómo explicarle a su doncella —si la edad le permitía llamarla asíque ella jamás cogería un resfriado ni nada parecido? ¿Cómo decirle abiertamente que era un vampiro inmortal? Sacudió su cabeza y le sonrió amablemente, no como una enajenada, puesto que no quedaba bien, las mujeres en esos tiempos tenían que ser de lo más discretas.
Bethany continuó hablándole:

—Si me disculpa, señorita, —dijo acercándose a ella, y con una mano de cada lado, presionó dulcemente las mejillas de Amanda. La vampiresa no se molestó en preguntar qué estaba haciendo, los libros que había leído durante toda su vida sobre época Georgiana y Victoriana, le dieron la explicación necesaria, Bethany sólo estaba enrojeciendo sus cachetes para que se vean más rojizos, algo que se estilaba cuando…
A Amanda se le erizó la piel. Ella sabía bien cuando procedían estas prácticas. Cuando una chica se encontraba con un hombre, con su prometido. —Ahora sí. —Dijo su criada —. Ahora luce sensacional. Es muy hermosa usted, si me permite el atrevimiento, señorita Amanda. El señor Whitehouse estará muy complacido cuando la vea. —Beth, como le gustaba que la llamen, sonrió abiertamente con emoción.

— ¿El señor Whitehouse? —Preguntó Amanda, llevándose la palma a la boca, que estupida había sido, Whitehouse no era más que Casablanca en inglés. Su corazón se aceleró. Se levantó rápidamente  y Bethany se sintió más que desconcertada. Amanda preguntó: — ¿El señor Whitehouse está aquí?

—Claro que si. Ha venido solo a Bath Abbey. —Afirmó Bethany, y Amanda tradujo eso en su mente. La mujer le había dicho que Andrés, o el Señor Whitehouse, lo cual era lo mismo, había venido a Bath Abbey, lo que se traduciría a La Abadía de Bath.
¿Acaso era posible que ella haya viajado en el tiempo, hasta llegar a ese lugar? Amanda lo sabía, esa era una de las construcciones más emblemáticas de Inglaterra. Y como detalle no menor, sabía que Andrés había sido de nacionalidad inglesa.

—Fue muy amable por su parte haberla traído a vivir aquí, a pesar que...— Beth paró de lleno.

— ¿A pesar qué…? —Preguntó Amanda.

—Usted sabe, mi querida. A pesar que no estén casados aún.
Amanda tuvo un ataque de crisis en su interior, eso sonaba condenadamente bien. Su cabeza imaginaba todo aquello y tenía ganas de salir por la ventana e ir hacia todo el paisaje que tenía frente suyo para gritarle al mundo cuan feliz era.

—Oh sí, Andrés es tan… — ¿tendría que llamarlo así?

—Le encanta que lo llame así. —Aseguró Bethany. —De pequeño se enojaba cuando sus padres cambiaban su nombre, y de hecho lo sigue haciendo, sólo le permite a usted llamarlo de esa forma. El señor Andrew Whitehouse es especial con usted, déjeme que me atreva a decirle… estoy segura de afirmar que usted fue la única que ha tocado ese corazón.
Amanda casi rompe en llanto. Todo era demasiado perfecto para ser real.
Cuando parecía que nada la sacaría de aquella ensoñación, uno de los lacayos del lugar se presentó cordialmente en la puerta de roble que separaba a la otra habitación.

—Señorita. —Dijo dirigiéndose a Amanda. —Señora Bethany. —Se apresuró mirando a la criada. —El señor Whitehouse está deseoso de verla. —Esto último era, claramente, para una sola persona.
Beth le dirigió una mirada cautelosa como saludo y salió por la habitación junto al anunciante. Amanda presionó su estomago, podría haberlo escupido por la boca si aquellas revoltosas mariposas seguían torturándola así.
Y lo vio.
Más hermoso que nunca, allí estaba frente a ella. Con la mirada cargada de sentimientos inexplicables. Andrés, o Andrew —ya no sabía de que manera llamarlo— se acercó inexorablemente hasta que su mano levantó la de Amanda, para besarla.

Mademoiselle. —Dijo él a modo de saludo, los finos labios del hombre parecían no querer desprenderse jamás de allí.
Amanda se sonrojó, quería estrecharlo en sus brazos, no quería irse nunca más de su lado.

— ¿Mademoiselle? Creí que estábamos en Inglaterra, no en Francia.

—Como tú prefieras. —Dijo con una mirada felina, y Amanda dudó si referirse a aquella mirada como felina estando en esa época era correcto. Era un poco vulgar y descortés. Andrés agregó —Señorita, si me permite hacerle saber, ese vocabulario haría que la inquisición cobre vida nuevamente y vuelva a buscarla… aunque… si me confiere el honor,  agregaría que… con usted la leña no va a alcanzar. —Una sonrisa casi perversa, hizo sembrar la duda en Amanda. ¿Él sabría que el tiempo fue para atrás, llevándola inclusive, a una época que jamás había vivido? Está claro que Andrés sí, por su edad vampirica, ¿pero y ella qué? Por la forma que aquel hombre hablaba, diría que no. Pero, había algo en él que estaba siendo sobreactuado. O será que Amanda jamás imaginó a ninguno de los personajes de Charlotte Bronte mirando así a sus prometidas, con esa mirada tan pervertida, rapaz y filosa que poseía el hombre.

— ¿Qué hacemos aquí? —Preguntó ella, acercándose a Andrés. — ¿Tendré que llamarte Andrew también?

—Señor Andrew, hasta que estemos casados. —Andrés la miraba serio, pero de un momento a otro, una gran sonrisa abierta la hizo caer en la cuenta que, por supuesto, estaba bromeando descaradamente.

—Bien, Señor Andrew —empezó Amanda con una cierta ironía cargada en sus palabras. —Déjeme decirle que usted es un cretino. —Y sonrió también, mientras se hundía en sus besos.

Con los ojos cerrados, besaba esos labios que conocía de memoria.
Andrés le habló sin interrumpirlos,

—Volveré aquí, siempre que me lo permitas. —Algo en esas palabras hizo que Amanda desconfiara terriblemente, un dolor aplastó sus sentidos, sonaba a despedida.

—Te amo. —Pudo decir, mientras se desesperaba un poco y se apartaba de aquellos labios.

—Yo te amo más, y voy a regresar, así sólo sea en sueños donde pueda verte, todo el tiempo que sea necesario… hasta que comprenda que, indefectiblemente, tu vida tendrá que continuar. —Los ojos de Andrés mostraban un dolor excesivo, del que cualquiera no haría más que compadecerse. Amanda necesitó uso de toda sus fuerzas para pensar que contestar a eso, pero no quería perder tiempo, y si en definitiva todo terminaba, necesitaba hacerle saber una cosa, fundamental e importante:

—Te amo Andrés, realmente tanto…
Una mancha de luz aplacó toda la visión.

Había sido un sueño, y como tal, había terminado, trayéndola a Tierra, donde lo único que entendía con exactitud, era que su vida se estaba volviendo más miserable de lo que alguna vez imaginó.  


El próximo capitulo Nº6 será publicado el 31 de Mayo por el cumpleaños de Ceci Ctm

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